sábado, septiembre 30, 2006

“Se necesita que la locura carnicera sea extraordinariamente imperiosa para que empiecen a perdonar el robo de una lata de conservas (…) Cierto que estamos acostumbrados a admirar cotidianamente a colosales criminales a quienes el mundo entero venera, junto con nosotros, la opulencia, cuya existencia se revela sin embargo, en cuanto se examina de cerca, como un ininterrumpido crimen cada día renovado; pero esas gentes gozan de gloria, de honores y de poder, sus delitos están consagrados por las leyes, mientras que tan lejos como uno pueda trasladarse en la historia todo nos demuestra que latrocinio venial, y sobre todo de alimentos mezquinos como bocadillos, jamón o queso, atrae implacablemente el oprobio terminante, la desaprobación categórica de la comunidad, el deshonor automático y la vergüenza inexpiable, y esto por dos razones: primero porque el autor de tales fechorías generalmente es pobre y tal estado implica, por si mismo, una indignidad capital, y segundo porque su acto comporta una especie de tácito reproche a la comunidad. El robo del pobre se convierte en una maliciosa aprobación individual. Por consiguiente la represión de los menudos latrocinios se ejerce en todos los países con extremos rigor, no sólo como medio de defensa social, sino, y sobre todo, como una severa recomendación a todos los desgraciados a mantenerse en su sitio y en su casta, atribulado, gozosamente resignados a morir de miseria y de hambre por todos los siglos de los siglos… Hasta el presente, sin embargo, en la República de los ladronzuelos tenían cierta ventaja, la de ser privados del honor de tener que llevar las armas patrióticas. Pero a partir de mañana todo va a cambiar, a partir de mañana todo va a cambiar, a partir de mañana, yo, ladrón tomaré nuevamente mi puesto en el ejército. Estas son las órdenes. En las altas esferas se ha decidido correr un tupido velo sobre lo que llaman “mi mal momento”, y esto en consideración de lo que también intitulan “el honor de mi familia”. ¡Qué benignidad! ¿Acaso es mi familia la que va a servir de colador y de criba para las balas? Me tocará a mi solo. Y cuando esté muerto ¿acaso el honor de mi familia me hará resucitar? Mira, estoy viendo a mi familia, una vez pasadas las cosas de la guerra, porque todo pasa, estoy viendo a mi familia alegre y retozona, los domingos, en los céspedes de un nuevo verano… Mientras que a tres metros bajo tierra, yo, el papá, lleno de gusanos, y mucho más infecto que un kilo de mierda de la que siembran los caballos en los desfiles, pudrirá fantásticamente con toda su decepcionada carne…” Louis Ferdinand Celine. Viaje al fin de la noche.