. 47. Lo confieso: no puedo leer el libro de memorias de Neruda sin sentirme mal, fatal. Qué cúmulo de contradicciones. Qué esfuerzos para ocultar y embellecer aquello que tiene el rostro desfigurado. Qué falta de generosidad y qué poco sentido del humor. 48. Hubo una época felizmente ya pasada de mi vida en que veía por el pasillo de mi casa a Adolf Hitler. Hitler no hacía nada más que caminar pasillo arriba y pasillo abajo y cuando pasaba por la puerta abierta de mi dormitorio ni siquiera me miraba. Al principio pensaba que era (¿qué otra cosa podía ser?) el demonio y que mi locura era irreversible. 49. Quince días después Hitler se esfumó y yo pensé que el siguiente en aparecer sería Stalin. Pero Stalin no apareció. 50. Fue Neruda el que se instaló en mi pasillo. No quince días, como Hitler, sino tres, un tiempo considerablemente más corto, señal de que la depresión amenguaba. 51. En contrapartida, Neruda hacía ruidos (Hitler era silencioso como un trozo de hielo a la deriva), se quejaba, murmuraba palabras incomprensibles, sus manos se alargaban, sus pulmones sorbían el aire del pasillo (de ese frío pasillo europeo) con fruición, sus gestos de dolor y sus modales de mendigo de la primera noche fueron cambiando de tal manera que al final el fantasma parecía recompuesto, otro, un poeta cortesano, digno y solemne.
miércoles, mayo 06, 2009
una que sepamos todos
Publicadas por PORTÁTIL a la/s 1:04 p. m.
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