domingo, diciembre 30, 2007

ahora, que me aproximo a los treinta, todo lo que no puedo ser me dice "mirame, soy esa luz insoportable que te despierta a la mañana".

miércoles, diciembre 19, 2007

giacometti











Giacometti propone que la realidad no se puede compartir, y esto se hace cierto en la muerte. No se trata de que el artista tuviera un interés morboso en el proceso de la muerte, sino de que lo único que lo preocupaba era el proceso de la vida tal como la ve un hombre cuya propia mortalidad le proporciona la única perspectiva de la que puede fiarse. Ninguno de nosotros se encuentra en situación de rechazar esa perspectiva, aún cuando intentemos retener otras al mismo tiempo.

John Berger en "Giacometti", Mirar (Ed de La Flor)


martes, diciembre 11, 2007

escucha mi canto

jueves, diciembre 06, 2007

La Lección de Anatomía

En enero de 1632, durante su estancia en Holanda, y por consiguiente en una época en la que Browne se había enfrascado más que nunca en los secretos del cuerpo humano, se practicó en el Waagebouwde Amsterdam una autopsia pública en el cuerpo del maleante de la ciudad, Adriaan Adriaanszoon, alias Aris Kindt, ahorcado pocas horas antes por robo. Pese a no haber documento alguno que lo justifique claramente, es más que probable que Browne no se hubiera sustraído a la notificación de la autopsia y que haya presenciado el espectacular acontecimiento preservado por Rembrandten su retrato del gremio de cirujanos, sobre todo en tanto que la clase de anatomía del doctor Nicolaas Tulp, que se celebraba anualmente en pleno invierno,era del mayor interés no sólo para un médico novicio, sino que también era una fecha significativa en el calendario de la sociedad de aquel tiempo, convencida de estar saliendo de la oscuridad a la luz. Sin duda alguna, en el espectáculo ofrecido ante un público de pago procedente de las clases favorecidas se trataba, por un lado, de una demostración de un intrépido afán investigador de la ciencia moderna, por otro, no obstante, aunque seguramente esta afirmación la hubieran rechazado con firmeza, de un ritual arcaico de desmembración de un ser humano, de la mortificación dela carne del malhechor hasta más allá de la muerte, que, como antaño, seguía formando parte del registro de los castigos habituales que se infligían. El solemne carácter que se infiere de la representación de Rembrandt del despedazamiento del muerto —los cirujanos lucen sus mejores galas, y el doctor Tulp incluso lleva un sombrero en la cabeza— así como el hecho de que tras la consumación del procedimiento se celebró un banquete ceremonioso, simbólico en cierto sentido, habla en favor de que en la clase de anatomía de Amsterdam se trataba de algo más que de un conocimiento más hondo de los órganos internos del ser humano. Cuando hoy día nos hallamos en el Mauritshuis ante el cuadro de anatomía de Rembrandt, de más de dos metros por uno y medio, estamos justo en el lugar de aquellos que en el Waagebouw de entonces siguieron el proceso de la disección, creyendo ver lo que ellos han visto: el cuerpo verdoso de Aris Kindt tendido en un primer plano, con el cuello partido, el pecho horriblemente abombado hacia fuera y con la rigidez de la muerte. Y sin embargo, es cuestionable que alguien haya visto este cuerpo, ya que el, por aquel tiempo, nuevo y próspero arte de la anatomización estaba no en último lugar al servicio de ocultar el cuerpo culpable. Es significativo que las miradas de los colegas del doctor Tulp no se fijen en este cuerpo como tal, sino que, casi rozándolo, la pasen por alto para dirigirse hacia el atlas abierto de anatomía, en el que la espantosa corporalidad está reducida a un diagrama, a un esquema del ser humano, tal como se imaginaba Rene Descartes, apasionado anatomista aficionado, al parecer también presente aquella mañana de enero en el Waagebouw. Como es sabido, Descartes, en uno de los capítulos principales de la historia de la sumisión, explica que se ha de prescindir de la carne incomprensible y dedicarse a la máquina que ya está esbozada en nuestro interior, a lo que puede entenderse en su totalidad, a aquello que puede aprovecharse íntegramente para el trabajo y, en caso de defecto, puede repararse o desecharse. Al extraño aislamiento del cuerpo expuesto al público le corresponde que la muy alabada aproximación a la realidad del cuadro de Rembrandt resulta no ser más que aparente cuando se observa con mayor exactitud. Esto es, en contra de toda costumbre, la autopsia que aquí se representa no comienza con la disección del abdomen y con la extracción de las vísceras que más rápidamente entran en estado de descomposición, sino (y es posible que también esto remita a un acto de penitencia) con la disección de la mano que había incurrido en el delito. Y esta mano tiene una característica peculiar. No sólo está desproporcionada de una forma grotesca en comparación con la que está más próxima a la persona que ve el cuadro, sino que también desde el punto de vista anatómico está a la inversa. Los tendones abiertos que, según la posición del pulgar, deberían ser de la palma de la mano izquierda, son los del dorso de la derecha. De modo que se trata de una colocación puramente educativa, sacada sin más de un atlas anatómico, a través de la que el cuadro, si así puede decirse, que por lo demás reproduce con exactitud la vida real, se echa a perder justo en el punto de mayor significado, allí donde ya se han hecho los cortes, y se convierte en una construcción fallida. Es casi imposible que Rembrandt se haya equivocado. La ruptura de la composición me parece aún más premeditada, si cabe. La mano informe es la señal de la violencia que se ha practicado en Aris Kindt. El artista se equipara con él, con la víctima, y no con el gremio que le había hecho el encargo. El es el único que no tiene la mirada absorta, cartesiana, es el único que percibe el cuerpo extinguido, verdoso, ve la sombra en la boca entreabierta y sobre el ojo del muerto.
W.G. SEBALD
LOS ANILLOS DE SATURNO

miércoles, diciembre 05, 2007

Cuerpos de todos los tamaños por donde corre la misma sangre

Mil novecientos ochenta y nueve agujeros
que hacen del rancho un colador
para que el clima de las cuatro estaciones
se suceda en concierto por el único ambiente
sin necesidad de ventanas. Recién despierto,
acodado en las mantas Lescano barre con la vista
los cuerpos tendidos de la madre, la esposa,
un cuñado, las hijas que son tres
más los dos perros que, sin contar el loro,
ascienden al número de ocho como víctimas
de una masacre de la cual, en estado de ebriedad,
él pudo haber sido el agente; pero no se acuerda
de nada y el flequillo sobre los ojos
le da un aspecto de pony tardíamente alfabetizado.

Daniel García Helder, en El Guadal