martes, marzo 30, 2010

Sobre el Paraná

"No se puede decir que el río cambie de una manera en invierno y de otra manera en verano. Cambia. Eso es todo. Las islas, por el contrario, parecen distintas con cada estación que llega. No sólo por la intensidad del verde, en el verano, sino por algo mucho más sutil. En el invierno, desde el río abierto, se pierden en una lejanía brumosa. De pronto están, de pronto no están. Uno duda del río y piensa que es imposible llegar alguna vez, a pesar de toda esa tenue ansiedad que lo aísla y lo mece y lo acongoja en parte. Más bien son un borde ilusorio, una sombra que oscila con el horizonte, hacia el oeste. Si por fin logra acercarse, entonces parecen todavía más remotas, habitadas por el silencio y la soledad y por una tristeza irreparable.

En el invierno la luz se refugia en lo alto. Amanece y oscurece en lo más encumbrado del cielo, muy lejos de la superficie. En verano sucede lo contrario. La luz comienza a brotar desde las mismas islas, y, empujando por allí, desborda hacia el resto del día. En la mitad de la mañana, las islas parecen alegres barcazas mecidas por el agua. Si uno navega hacia las islas, navega hacia la claridad. Y hacia ese extraño bullicio que ha ido cobrando intensidad a medida que madura el estío.

Todo esto sucede en forma imperceptible. Esto de la madurez. Uno mismo es invierno, uno mismo es verano. Pero, de cualquier forma, está bastante claro que todo proviene del norte. La ansiedad y el bullicio y la propia luz. Toda esa exaltación y ese frenesí del verano.

Entre la media mañana y la media tarde, las islas brillan con una luz intensa y pareja, adormecidas al sol. Parecen un poco chatas. Un trazo de luz, un trazo de sombra. Nada de medios tonos. El aire sofoca. La arena en las playas cruje levemente. Hay un silencio espeso e hirviente. La atmósfera es arriba diáfana, pero a ras de suelo vibra y ondula de manera extraña. Luego el silencio se transforma en un zumbido interminable. Pero esto es una parte del verano. En el amanecer y en el anochecer, el día da lo mejor de sí. Y después queda la noche. La brisa del amanecer es fresca y el pescador se estremece levemente. Llega desde el río y sobresalta a las islas. Entonces comienza ese bullicio y ese cosquilleo en la sangre y esa ansiedad que empuja al hombre hacia el horizonte. Un ángel, o algo por el estilo, acaba de pasar rozando el agua y los cabellos adormilados del hombre dormido dentro del bote. Es demasiado veloz para los ojos del hombre y vino hendiendo la media luz del amanecer, que hace confusas todas las cosas. Apenas se siente el roce pero es suficiente para turbarlo a uno. Ahora debe estar allá, hacia el norte, detrás de las primeras islas. Lo convoca a uno y lo apremia. Es necesario partir."

Haroldo Conti, Sudeste.


1 comentario:

Adriano dijo...

hermosa descripción. me hizo acordar algo a saer en el limonero real